Por JOSE MIGUEL ALZATE

Lo busqué en Cartagena porque la lectura de su novela “La balada de María Abdala” fue para mí reveladora del talento literario de un hombre que durante cuarenta años se metió a mi casa a través de las ondas hertzianas. Quería saber si en San Bernardo del Viento había existido ese personaje que dedicó su vida a leer diccionarios sin importarle que una cuñada le dijera que cuando fuera en la Jota iba a estar loco. Quería preguntarle si Lamparita, el personaje que encalaba las casas, a quien el perro le lleva hasta su lecho de enfermo lo que roba en el pueblo, era producto de la imaginación. Deseaba conversar con el escritor que está detrás de esas historias maravillosas que narra en su libro “Puro cuento”, como esa del hombre que mató un tiburón de una trompada.

Mi interés en hablar con el autor de “La mala hierba”, una serie que vi en televisión antes de leer el libro, donde el cacique Miranda se convierte en un hombre rico gracias a la bonanza marimbera, fue la admiración por un estilo literario que me subyugó desde que leí la crónica “Esto tiene que ser un milagro”, que le abrió las puertas de El Espectador. Tenía inquietud por saber si esa Mayito Padilla que todo el pueblo conocía por no dejar descansar la lengua sí se dedicó al final de sus días a hacer obras de caridad. O si fue verdad que a Galileo Benito Rebollo, el hijo mayor del boticario de San Bernardo del Viento, un amigo le puso en el estómago un hierro de marcar vacas. O si la señora Argemira sí convirtió su casita de bahareque en el primer prostíbulo que se abrió en el pueblo.

Vive en un edificio en la Bahía de Cartagena desde donde la altura le permite regodearse cada mañana con eso que él llama “el espectáculo incomparable del amanecer que revienta como una rosa sobre el Caribe”. Como quedó con la costumbre de levantarse a las cuatro de la mañana, como lo hacía en sus tiempos de director de Radiosucesos RCN, todos los días, a esa hora, se sienta en la silla del mirador de su apartamento para contemplar cómo el agua del mar se pone roja y amarilla mientras en el horizonte empiezan a aparecer los rayos del sol, que en Cartagena asoma más temprano que en el resto del país. Antes de tomar un libro en sus manos, mira sorprendido las bandadas de gaviotas y alcatraces que, en pacífica convivencia, surcan el cielo de la bahía en busca de alimento.

La primera pregunta que le hago tiene que ver con su niñez en ese pueblo de donde toma las historias maravillosas que lleva a sus libros, como esa del hombre que regresa a San Bernardo del Viento montado en un caballo piquetero, arreando cuarenta vacas lecheras. Entonces dice que abandonó el pueblo cuando tenía veinte años de edad. Fue un 4 de septiembre de 1969. Lo hizo porque Guillermo Cano, el director de El Espectador, maravillado con las crónicas que le enviaba, le hizo llegar los tiquetes aéreos para que se fuera a vivir a Bogotá. Como nadie en San Bernardo del Viento tenía maleta, su mamá le mandó a hacer una de madera donde el carpintero del pueblo. Ignorando que Bogotá era una ciudad fría, le empacó allí un ventilador para que se refrescara cuando hiciera calor.

Le pregunto cómo conoció a García Márquez. Entonces cuenta que en la biblioteca del Colegio La Esperanza, de Cartagena, donde estudió interno, encontró el libro La mala hora. Lo leyó de un tirón. Un día se enteró de que en el Festival de Cine de Cartagena iban a proyectar la película Tiempo de Morir. Como supo que el guion era de él, fue a verla. Disfrutando la historia de Juan Sayago cuando vuelve a su pueblo después de pagar una condena, escuchó cuando uno de los personajes pronunció el nombre San Bernardo del Viento. Se llenó de emoción. Al terminar la proyección, vio al novelista recostado contra una pared. Se le acercó. Entonces le preguntó por qué había hecho mención a su pueblo. La respuesta fue contundente: “Porque es un nombre muy hermoso”.

El primer trabajo periodístico que le puso José Salgar la misma mañana en que llegó a Bogotá fue cubrir el debate en el senado de Nacho Vives y Enrique Peñalosa. Estaba en camisa porque, por el calor, en San Bernardo del Viento no se usaba saco. El frío empezó a molestarlo. Alguien le prestó uno para que se cubriera. Entonces se fue para el capitolio. Por teléfono envió el informe sobre lo que sucedió ese día. A la mañana siguiente, pensó que tendría que devolverse para el pueblo. Todo porque no vio la crónica publicada. Fue Javier Ayala quien le dijo que había aparecido en la primera página. Sintió la misma alegría de cuando tenía once años de edad. Ese día el suplemento literario La mala palabra, que circulaba los sábados con el Diario de la Costa, publicó un cuento de su autoría: Se llamaba “El ancón”.

TOMADO DE BOLETYIN DE PRENSA DE JOSE MIGUEL ALZATE